Es la primera hora de la mañana. La naturaleza comienza suavemente a dibujarse. Están carneando una res los hacheros Agüero, y Villanueva; distraídos, no advirtien al hombre de kepi que se acerca al galope. Dispara unos tiros erráticos hacia ellos. “No tengan miedo que somos todos argentinos” dice excitado.
Conservando la calma Agüero responde “Así no se juega mi amigo” y tomando armas, adivinando que algo no huele bien por la temeraria presentación del forastero, corren hacia el obraje de Brulau, donde se atrincheran.
La Sabana es la última estación del ferrocarril, en las puertas de los bosques del Chaco. Los rieles llegan de la mano de La Forestal empresa que se asientaa para explotar un millón y medio de hectáreas de monte nativo, a cambio de líneas de ferrocarril. La Sabana aparece en el mapa en 1892 dando vida a una población próspera de industrias madereras.
Mientras dan la alarma los peones del obraje, al mismo tiempo entran por el sur del pueblo al son de un clarín disonante unos 200 jinetes indios –entre ellos varios blancos alzados-; se vuelven nítidos los aullidos espeluznantes, sus muecas de sed, los rostros pintados, los varios caudillos con uniforme militar, maldiciendo al cristiano, levantando polvo.
El ataque de la horda se inicia a la vista de un colono francés, Camors que corre para escapar de la turba llevando en brazos a su hija de 6 años; es alcanzado por las lanzas y lanceada la criatura. Dos peones más caen.
Carlota Maciel de Camors sale de la casa gritando enloquecida al ver yacentes en el aserradero a su esposo y su hija.
L os indios la toman, la despojan de sus ropas, queda a la vista su pudor; echada en el suelo parece una Venus trágica. Pide Carlota a su Dios morir. Las lanzas ya están hincando la tiritante piel cuando un caudillo del malón, Juan Saavedra, ordena que no la maten, que es mujer buena…Ella lo mira, reconoce al paraguayo galante que cantaba con su guitarra en las fiestas domingueras
La casilla del ferrocarril tiene una empalizada de palo a pique, el capataz Jacobo Lutringer, secundado por un peón y un niño a tiros de armas largas comienza la defensa.
Desde otro sector del pueblo, Agüero y Villanueva al que se suman algunos vecinos y el juez de Paz Román Bustos, resisten el avance.
No se puede hacer mucho contra tantos. El malón saquea los ranchos, lancea a los indefensos y degüella a quienes no han podido huir; esta vez no respeta a los niños que son lanceados. Destruyen y queman todo a su paso…
¿Cuánto tiempo pasa de ese infierno? La horda está saciada y con gritos de triunfo arrea el ganado. Los defensores del pueblo van tras ellos y más tarde se suma un contingente militar que se enfrenta a 10 kilómetros con la retaguardia indígena. Regresan con bueyes y caballos recuperados. Hay en la gente un absurdo alivio. Humea el caserío, los llantos se prolongan como un eco díscolo.
En una casa se curan las heridas, en otra se lavan los cuerpos de niños muertos. Es el crepúsculo, el pasaje sagrado del día a la noche. La luna aparece desusadamente inmensa y roja como un corolario perfecto de la matanza.
Los sobrevivientes se sitúan en la explanada del ferrocarril, como si esas vías del progreso los contuviera del horror mientras miran el caserío humeante. Muchos pobladores recogen sus bártulos esperando el tren que los aleje del lugar maldito. Otros se quedan a llorar sus muertos, y a continuar la vida…